Después de toda la tragedia y la muerte en Melilla el fin de semana, necesito desahogarme.
Siento una impotencia muy dentro con la que no sé que hacer. No sé cómo gestionarla y estoy cansada de sostenerla, así que tal vez me sienta mejor despues de regurgitarlo y dejar los restos aquí, para que consten.
Ayer CNAAE convocó concentraciones de protesta en diferentes ciudades del estado español en respuesta a la repulsa que nos producen las políticas migratorias y los acuerdos de cooperación entre España y Marruecos, que no dejan de cobrarse vidas de personas africanas, PERSONAS, que no disponen de vías sseguras que les garanticen el derecho a la libre circulación establecido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Yo llegaba removida. No había querido ver las imágenes porque el dolor se vuelve tan insoportable que hasta corta la respiración.
Llegué a la concentración convocada en Barcelona, en la plaça Idrissa Diallo, otra víctima de las políticas de muerte del estado español.
En la manifestación, lo de siempre:
Sitios de visibilidad y de liderazgo que deberían estar ocupados por personas negras, eran ocupados por personas blancas. Personas blancas a las que hubo que repetir, por enésima vez, que en un espacio así, hay que apartarse y ceder el protagonismo a quien lo tiene. No hay manera. No hay ganas de comprender. Y repetirlo una vez más agota, y más en esos momentos de tanta vulnerabilidad y dolor.
Periodistas convertidos en buitres carroñeros intentando picotear en el dolor de una comunidad reunida en el duelo, la impotencia y la rabia. Profesionales sin una pizca de decencia que, a la que se les pedía espacio y respeto, respondían, jactándose, de que, de no ser porque estaban allí, el acto no tendría difusión. Como si ese fuese el único motivo de una convocatoria así. De nuevo la fragilidad blanca haciendo acto de presencia y dejando entrever unas reminiscencias coloniales por las que el negro debe rendir pleitesía y obediencia al amo. Las dinámicas de la plantación asomando. La gente blanca intentando tener el protagonismo cuando no toca.
«Lo que me jode es el silencio», me dijo mi amada hermana Basha Changue, después de deshacernos en un abrazo tan amargo como amoroso. Eso es lo que causa más dolor. El silencio indiferente de una mayoría blanca y cómplice a la que la muerte de treinta y siete personas no les genera ningún sentimiento más que la indiferencia.
El silencio de una mayoría sorda, ciega e hipócrita que lloró y lamentó la muerte de George Floyd y que ahora mira con frialdad la muerte de treinta y siete personas negras. Porque no eran George Floyd, aunque también fueron víctimas de la violencia policial.
¿Dónde está la indignación ahora? Dónde están las muestras de condolencias en redes sociales? Todas esas influencers con audiencias de cientos de miles de personas, ¿hacia dónde están mirando? ¿Por qué no difunden las convocatorias de las protestas? ¿Por qué se mantienen en silencio? Por qué son tan hipócritas como para decir que se preocupan por los derechos humanos, pero si son los derechos humanos de las personas negras no se posicionan? ¿Por qué no les duele? Porque son cuerpos negros los que pierden la vida, y no son capaces de identificarse con esa experiencia. Y si no empatizan, no se conmueven.
No queda compasión para los cuerpos negros asesinados. La gente selecciona y escoge las causas con las que se quiere identificar y por las que quiere dar un paso al frente. En eso, el antirracismo sale perdiendo porque nadie da un paso al frente; al contrario, se tiende a recular y a esconderse.
Se practica un antirracismo performativo y de mentirijilla. La gente llora la muerte de George Floyd, pide #asiloya para las mujeres afganas (que han sido olvidadas apenas un año después y relegadas en importancia a causa del conflicto entre Ucrania y Rusia), dicen que no son racistas porque no ven colores, ven personas. Pero cuando hay muertes en el mediterráneo, no ven personas, ven migrantes. Y esa es una categoría que no despierta ningún tipo de reacción. Silencio.
Y cuando decimos que España es racista todas esas personas se sienten ultrajadas, y vierten sus lágrimas blancas dolidas por la ofensa. “¡Yo no soy racista! Tengo una amiga negra”, claman. Como si eso sirviese de algo. Qué pensarán vuestras amigas negras cuando ven que no os pronunciáis sobre la muerte de personas que se parecen a ellas. Ah, no. Es que las que somos de aquí somos diferentes. Tenemos el Sello de Aprobación de la Blanquitud, porque estamos integradas. Y se os debería caer la cara de pura vergüenza por hacer esos planteamientos de mierda, pero no. Sonréis con orgullo.
La gente blanca es selectiva en su compasión. Y ahora hay demasiada preocupación en ver cómo El cuento de la Criada empieza a dejar de ser una distopía en Estados Unidos. Toda la atención y la alarma se la lleva algo que está sucediendo a miles de quilómetros. Y, en una proporción inversamente macabra y desafortunada, el riesgo en las vidas estadounidenses, que están más lejos, se llevan más atención que las vidas perdidas de personas africanas, que suceden en las costas del estado español. Pero sí, claro, lucháis por los derechos de todas. Ya no os creo más.
La desesperanza era latente ayer en la plaza de Idrissa Diallo. Lo sigue siendo hoy y lo seguirá siendo en tanto que estas necropolíticas se sigan cobrando las vidas negras de nuestros hermanos y hermanas. Y mientras los medios que cubren la masacre se limitan a bombardear con las imágenes de nuestros muertos, incentivando el espectáculo y la pornografía de nuestro dolor, en vez de buscar sus nombres, sus apellidos y sus historias, nosotras nos miramos a los ojos y nos decimos en silencio que no sabemos que hacer ni cómo transitar tanta violencia. Así que nos abrazamos y nos acuerpamos para hacernos saber que nos tenemos las unas a las otras a pesar del dolor.
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